NO PARA CUALQUIERA
Érase
una vez un individuo, de nombre Alexei, llamado el lobo del hombre. Andaba en
dos pies, llevaba vestidos y era un hombre, pero en el fondo era, en verdad, un
lobo del hombre. Había aprendido lo necesario de las personas con buena moral,
y era un individuo por demás inteligente. Pero lo que no había aprendido era
una cosa: a portar satisfactoriamente la espada por todos y estar así,
tranquilo con su vida y la de los demás. Acaso ello proviniera porque en el
fondo de su corazón sabía (o creía saber) en todo momento que no era realmente
un ser humano, sino un lobo del hombre. Que los expertos se debatan si Alexei
era realmente un lobo del hombre o la creencia de serlo fuera en realidad un
producto de una terrible patología. No dejaría de ser posible que este hombre,
en su niñez, hubiera sido acaso un fiero portador de espada en el estado de
naturaleza y que muchos de sus educadores intentaran eliminar a la bestia
mediante el culto a la ciudadanía, la igualdad ante una ley absurda cuando es
ésta la que nos hace diferentes, el respeto legislado a la otredad y el
escarmiento del obediente. Mucho podría decirse sobre esto y escribir libros
sobre el particular; pero con ello no se prestaría servicio alguno al lobo del
hombre, pues para él era obvio que el lobo era la persona. Lo que los demás
pudieran diferir de todo esto, y hasta el lugar en que pudieran llegar a
confundirlo, no podría ahuyentar la naturaleza agresiva del salvaje.
El
lobo del hombre tenía, por consiguiente, una naturaleza humana y lobuna a la
vez. Y esto no es singular ni raro, sino que es universal y el a priori del hombre en estado de
naturaleza; pero mientras el común denominador buscaba apaciguar la naturaleza
destructiva de su humanidad a partir de encerrar el instinto guerrero, Alexei,
por el contrario, aceptaba su ser-lobo en un alma única de hierro y sedienta de
sangre. Pero cuando el hombre que no niega sus instintos y busca ser excluido del
Pacto no gobierna sino que es despreciado por quienes debieran obedecerlo para
ser libres, la vida resulta imposible. Pero en fin, cada uno tiene su suerte, y
fácil no es ninguna.
Ahora
bien, a nuestro lobo del hombre ocurría, como a todos aquellos despejados y
decididos que, en lo referente a la sociedad, debía vivir algunas veces como
lobo y otras como hombre; pero cuando actuaba como lobo, el hombre en su
interior estaba siempre asustado de las consecuencias de su albedrío. Por otro
lado, cuando Alexei actuaba como hombre, el lobo, siempre indómito y celoso, se
burlaba de la cortesía noble y delicada, mas nunca apartada de la paranoia, que
representaba. La sociedad corrupta generaba en él una disparidad dualista
irreconciliable entre la esfera pública y su conciencia. Por ejemplo, cuando
Alexei-hombre repudiaba el accionar noble y sacrificado de nuestro sagrado
ejército patrio al limpiar el suelo patrio de la infección de la subversión
internacional, el Alexei-lobo, desde las sombras de su conciencia, se burlaba
de él y lo acusaba de colaboracionista con el repudio a las tradiciones nacionales.
Asimismo, cuando el Alexei-lobo deseaba destripar a un militante de la JP
Descamisados en un acto público, su yo-hombre lo detenía, temeroso del
panoptismo siempre presente en el orden social moderno y las consecuencias de
lidiar abiertamente con una burocracia política autoritaria pero subversiva.
Sólo raras veces, desde su exilio a la clandestinidad, Alexei pudo reconciliar
su mismidad. Fueron unos pocos momentos de tranquila escucha de Carmina Burana.
Así
estaban las cosas con el lobo del hombre. Es fácil imaginarse que Alexei no
llevaba precisamente una vida agradable y venturosa. Pero, a pesar que no
podemos decir que su vida era singularmente angustiosa, las ansias incumplidas
de control de la naturaleza asesina y libertina de los otros a partir del
monopolio de la fuerza militar en sus manos de lobo lo hacían sentirse
desgraciado, pues fallaba a su destino como soberano del mundo. Alexei quería,
como todo individuo, imponer su voluntad por la fuerza y no podía hacerlo si
los hombres no lo excluían del Pacto o bien no reconocían el estado de
naturaleza y, por tanto, vivían en constante miedo a ellos mismos sin la
garantía de un soberano fuerte que los defienda. Y entonces el lobo del hombre
debía esconder su verdadera naturaleza para evitar el repudio y el linchamiento
de aquellos a los que deseaba defender del terrorismo rojo.
Quien,
sin embargo, suponga que conoce al lobo del hombre y puede imaginarse su vida
obstinada, está, no obstante, equivocado. No sabe, ni con mucho, todo. No sabe
que en el caso de Alexei no dejaba de haber excepciones en las que pudiera
respirar y expresar sus pensamientos sin sentir miedo de las consecuencias
sociales que a él ello le acarrearía. También en la vida de este hombre
parecía, como por doquiera en el mundo, que con frecuencia todo lo habitual, lo
conocido, lo trivial y lo ordinario era una máscara de la vigilancia constante
que el gobierno montonero tenía sobre él. Pero en la intimidad de su hogar,
donde las cámaras de seguridad de Aníbal Fernández no podían penetrar, el mundo
se volvía algo maravilloso aunque corruptible por la cultura subversiva y la
ausencia de valores trascendentes y trascendentales. Pero el mundo era hermoso
y perfectible, y entonces el lobo del hombre se arrebataba en alegría y
jolgorio a la espera de una oportunidad para reparar las deficiencias y hacer
del jardín social la cosa más bella extirpando las malas hierbas. Si estas
horas breves y raras de felicidad compensaban y amortiguaban el destino
incumplido del lobo del hombre, de manera que la ventura y el infortunio en fin
de cuentas quedaban equiparados, o si acaso todavía más, la dicha corta, pero
intensa, de aquellas pocas horas absorbía todo el sufrimiento y la frustración
para consigo mismo y el resto de los hombres y aun arrojaba un saldo favorable,
ello es una cuestión sobre la cual de nuevo la gente ociosa puede meditar a su
gusto. También Alexei meditaba con frecuencia sobre ello, y estos eran sus días
más ociosos e inútiles.
A
propósito de todo esto, cabe aún decir alguna cosa. Hay bastantes personas de
índole parecida a como era Alexei; muchos almirantes y tenientes pertenecen
principalmente a esta especie. Estos hombres ambiciosos que desean ser quienes
sean excluidos del pacto y representan una vida dualista entre la publicidad y la
privacidad, una máscara para defenderse de los insubordinados herejes del
materialismo, son los potenciales soberanos. Y estas personas, cuya existencia
es muy agitada, viven a veces en sus raros momentos de felicidad algo tan
fuerte y tan indeciblemente hermoso, la espuma de la dicha momentánea salta con
frecuencia por encima de la cotidianeidad del oprobio, que este breve relámpago
de tortura alcanza y encanta agónico y agitado a otras personas. Así se
producen, como preciosa y fugitiva espuma de dicha el sufrimiento y la frustración
personales, todas las sesiones de tortura, en las cuales un solo hombre
atormentado sirve como medio a la satisfacción del poderoso portador de la
espada de Heracles. Todos estos hombres, llámense como se quieran a sus hechos y
sus obras, deshumanizadas completamente, son expulsados de la vida. Son héroes bravos
y pensadores brillantes al auguro de la hora de la espada y sus existencias
fluctúan en un océano de hipocresías sociales y difamación de los valores.
Para concluír este esbozo de análisis, diremos que todos
los hombres, libres e iguales por naturaleza (y, por lo tanto, peligrosos),
tienen sus caracteres, sus sellos, cada uno
tiene sus virtudes y sus vicios, cada uno tiene su pecado mortal. En el
caso que nos atañe, es decir, nuestro
lobo del hombre era, en esencia, un hombre de Dios. Su vida abnegada giraba en
torno a la devoción hacia Él y los Santos Evangelios. La mañana era para él el
momento de meditación, de ostracismo revelador, de oratoria desenfrenada con
Rosario en mano bajo la imagen tutelar del Vicarius
Christi. Era en esos instantes preciosos del día que Alexei tomaba de Dios,
que en su infinita virtud, le brindaba fuerzas para enfrentar los días de
fracasos y más fracasos frente a los avances del tumor populista que deteriora
el organismo-Res pública y al cual
debía soportar para no ser condenado por las instituciones viciadas por el
pecado y el paganismo. Al mediodía
almorzaba con sus compañeros de armas y creencias agradeciendo a los Santos por
el pan en la mesa, intentando proporcionar alegrías para levantarle los ánimos
a aquéllos. Por la tarde, luego de haber
continuado con sus lecturas habituales, se disponía a descansar y por la noche
escuchaba Carmina Burana y celebraba
el augurio de días más prósperos para él y seguros para los otros. Esa era su
cotidianeidad y siempre lo había sido así; nunca vendió sus creencias por
dinero o comodidades al mejor postor. Lo suyo era una obstinada caridad hacia
la sociedad que lo vio nacer y a la cual
debía, por mandato divino, salvar de sí misma. Ninguna idea le era más horrible
que la de no poder cumplir los designios del Señor, nuestro soberano celestial.
No podemos dudar que sus convicciones eran las más fuertes y, por ello, estaba seguro
que debía ser él quien hiciera obedecer al hombre para liberarlo de su instinto
o hacer, al menos, que éste no interfiera en la vida de los otros generando una
patología en el orden a establecerse bajo la
espada tutelar de aquél. En esto estaba su fortaleza y
su virtud, aquí era incorruptible hasta la sana obstinación, aquí su
carácter era firme. Pero a esta virtud estaba ligado también su sufrimiento. Le
sucedía lo que le sucede a todos: la no concreción de su voluntad. Jamás pudo
obtener su anhelo más preciado: la exclusión del Pacto.
¡¡Debo protegerte de ti mismo!! |
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