¡¡¡LOS DERECHOS HUMANOS SON PARA HUMANOS DERECHOS!!!

Aclaración:

El presente testimonio se presenta a los lectores como una crónica. Por este motivo, se debe leer de atrás (el principio) hacia adelante (desarrollo y final); en otras palabras, de lo más viejo a lo más reciente. En cualquier caso y dadas las circunstancias, de no disponer de mucho tiempo, me tomé la molestia de etiquetar algunos hechos o personajes para entrar en contexto. Dicho todo esto, a iluminarse con la verdad de mi testimonio.

22 feb 2011

Ingreso a la clandestinidad (tercera parte)

A la mañana siguiente, luego de haberme despertado y desayunar, me puse a observar atentamente el rostro de Claudia. Quizás aquel día sería el último en el que su bello rostro iluminara mis mañanas y me diera fuerzas para continuar luchando en este país. Nunca se lo había dicho, quizás por pudor, pero realmente estimaba mucho su silenciosa compañía. Ya nada sería igual. ¡Oh! ¡Si es que estos déspotas montoneros no estuvieran gobernando nuestro suelo no habría razón existente para separarnos! ¡No se dan una idea de cuánto los odio!
Sumido en mis reflexiones, recordando lo que me había comunicado Menotti el día anterior, comencé a hablar:
- Hoy nos vamos de esta casa para no volver nunca más. Tú te quedarás con tus padres en Pilar y te olvidarás que alguna vez me conociste. Quiero que sigas con tu vida, que formes una familia. No voy a desear otra cosa para con vos. No quiero que vivas del pasado. Yo, por otro lado, cortaré los lazos con todo lo que me arraiga a este Mundo tan horrible, injusto y vengativo; y entraré en la clandestinidad a luchar junto a los compañeros del E.C.N.

Ella comenzó a llorar, cosa completamente previsible. Sin embargo,  tragando el sentimiento amargo y reprimiendo el deseo de decirle que no deseaba todo esto sino quedarme con ella, hice lo imposible para poder continuar con mi discurso:
- Escúchame, Claudia, estoy seguro que esta guerra terminará algún día y nosotros seremos los victoriosos. Y cuando ese glorioso día llegue y desfilemos por Avenida del Libertador con los compañeros, nos volveremos a ver. Esto, claro está, si es que lo deseas así.
Hubo un silencio profundo y sepulcral. Veía como mi antigua vida se escurría entre mis dedos. Maldije incontables veces a los malvados subversivos apoderados de la nación. Mi dolor no podía ser expresado más que con un irremediable deseo de venganza.
Me hube levantado a tomar las llaves de mi auto. El viaje a Pilar era algo largo. Luego recordé lo que me dijo Menotti en la carta que me hubo enviado el día anterior; allí decía que me estaban vigilando. Un frío recorrió mi espalda toda al darme cuenta de los peligros que corría. ¿Usar mi auto para viajar?  ¡Mejor ni pensarlo! Estaba yo seguro que esos ponebombas habían instalado un artefacto en el motor y cuando yo lo encendiera… ¡PUM!
- Che, ¿por qué no nos vamos en tren? – sugerí – Por estás horas no viaja mucha gente a Provincia de Buenos Aires y podemos pasar por todos los pueblos.
Ella, aunque pareció enfadada, aceptó sin chistar mi sugerencia. Después de todo, yo todavía era su hombre y debía obedecer, como todas las mujeres de bien.


Llegamos a Retiro en taxi y sacamos los boletos para Pilar por el San Martín. La estación Retiro es algo horrible. La gente que allí estaba era sucia y fea. No caben dudas sobre la moral de aquellos que suelen frecuentar los antros de la estación. De sólo verlos, a uno le generan repugnancia. Todos, borrachos y entonando desafinadas canciones. Desde una parrilla se reían a carcajadas y, cuando asomaba por la vereda una muchacha de bella silueta, le gritaban cosas horribles, que por vergüenza no me atrevo a citar. Son tan desagradables. Seguramente todos delincuentes. Sobre todo los más jóvenes. “En este país ya no se puede vivir”, pensé en esos momentos, “sobre todo cuando uno ve en ellos al futuro”. Allí donde se ven las parrillas y los borrachos a toda hora uno no puede dejar de reflexionar que “Esto, con Aramburu, no pasaba”.


Nos subimos al vagón y encontramos un par de asientos. El tren comenzó a andar y todas esas imágenes de Retiro que habían estado atormentando mi cabeza pocos minutos antes se fueron tapando por el sonido de su marcha.
- ¿En qué estás pensando, Alexei? – me preguntó Claudia. Era la primera vez que la escuchaba hablar en todo el día.
- En nada en particular. Simplemente siento dolor al ver al pueblo argentino en semejante nivel de decadencia moral, espiritual y genética. ¿Vos viste cómo hablaban esos delincuentes en la parrilla?
- Sí, fue horrible. Sentí mucho miedo al pasar por allí.
- Esas personas no tienen moral. Realmente siento vergüenza de lo que hicieron los dirigentes políticos para que allí haya una parrilla y un montón de asquerosos que, seguramente, no tienen trabajo, cobran un subsidio, y se lo gastan todo en vino y choripán. ¡Repugnante!
- Sí, y, además de todo, son sucios.
- ¡Ah! De eso que no te quepa la menor duda. Somos tan distintos nosotros de ellos en nuestros modos y nuestras costumbres.
En ese momento se acercó un joven vendedor y dejó sobre mi pierna un chocolate. Lo vendía a 2 pesos, precio barato en comparación con otros lugares donde venden lo mismo.
- No, gracias – le dije al joven, mostrándole los dientes con falsedad. No quería que ese chico se gastara plata que le daba (porque de eso no me cabe la menor duda) en paco. Sólo atiné a pensar que estaba ante un futuro delincuente. Ese pibe iba a terminar en la comisaría, y lo iban a largar porque los jueces garantistas no los meten presos y los dirigentes populistas no reforman el Código Penal. A esos jóvenes hay que condenarlos a muerte, porque de la delincuencia no se sale. Me dirigí entonces hacia Claudia – Alguien debería hacer algo por ese chico, ¿verdad?
- Pero nadie hace nada – me contestó ella, con una sonrisa.
- Después ese pibe te mata. Por ahí no hoy. Quizás tampoco mañana. Pero un día de estos te mata.
En el medio de todas estas reflexiones, llegamos a Sáenz Peña.
- Ya estamos es provincia de Buenos Aires, Claudia. ¿Notaste cómo es que el aire se siente distinto desde este lado de la General Paz? Yo, apenas piso territorio de la provincia de Buenos Aires, me siento irremediablemente indefenso. Por fortuna, es cosa de un tiempito nomás. En unas pocas horas ya volveré a Capital y me sentiré mejor.
De pronto guardé silencio. Me di cuenta de que un hombre me estaba observando. Sentía su mirada fija sobre mi nuca. Comencé a temblar por el terror. “¿Acaso me han descubierto? – pensé desesperado - ¿Qué es lo que habré hecho mal? Repasemos un poco. Salí de mi casa para nunca más volver. Premedité el hecho de que me pudieran seguir y por eso me tomé un taxi hasta el Obelisco. Luego, otro taxi hasta Retiro. Sin embargo, es bien sabido que ellos tienen agentes encubiertos por todos lados. Quizás me vieron la cara y reconocieron en ella a un enemigo del régimen. ¡Malditos totalitarios ponebombas!”.
No podía quedarme allí, es por ese motivo que al llegar a Santos Lugares decidí despedirme de mi amada Claudia, explicándole el terror que sentía. Le sugerí que se bajara en la Estación Caseros y aguardara el siguiente tren desde allí.  Ésta no era la mejor manera de despedirme de ella; había pensado que sería todo más romántico. Pero ese desgraciado montonero que estaba observándome fijamente arruinó todos mis planes. No podía arriesgar la vida de ella. Lo mejor era bajarme en Santos Lugares y rogar que a ella no le sucediera nada. Posiblemente el montonero se bajara conmigo y allí le daría su merecido.
Descendí.
Malvado bigotudo, se había burlado de mí
Desde la estación busqué el rostro de aquel hombre que me había estado observando. Aquel rostro bigotudo. Pero no lo vi. El tren reanudó su marcha y comprendí que él todavía estaba adentro. Estaba con Claudia, en el mismo vagón. Una sensación de pánico invadió mi alma y casi rompo a llorar. Ya no podía subirme al tren, era demasiado arriesgado. Lo único que podía hacer era rogar que ella estuviera a salvo, pero pronto comprendí que aquello era poco probable y debía hacerme a la idea que estuviera ya muerta. ¡Qué amargura sentí en aquel momento! ¡Todo aquello fue culpa de los terroristas en el poder! ¡Ellos mataron a Claudia!


Cuando me hube calmado, decidí cruzar las vías y esperar el tren que me llevara nuevamente a Retiro.

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